I

Cogió un cuenco pequeño, lleno de un líquido marrón que recordaba al chocolate. Bebió y volvió a meterse en las sombras frescas del tipi, entre pieles limpias, recién cambiadas. Un par de horas después, se levantó y se marchó en busca de los caballos. Sabía que irían a beber al lago, mejor charca, del valle común. Se conocían. Los de ese territorio conocían sus costumbres, los puntos donde bebían, dormían, cazaban o eran cazados, y  conocían el mundo subterráneo, el de debajo de la piel, y su vinculación con los pájaros. En esa parte del valle, al Sur, los  árboles retorcidos y secos, tempranamente viejos para adaptarse a la escasez, invocaban a  la lluvia, a su manera. Hombre Quieto se arrastró en contra del viento. Comenzó a llover.

II

A los caballos, súbitamente libres tras la matanza de sus amos españoles, se les despertó  su inteligencia enterrada en milenios de mansedumbre en los establos. Recorrían el territorio, localizaban el alimento y el agua, intuían el peligro. Se les representaba un mapa. Un caballo esbelto, con una estrella en la frente y cara de hombre, y una yegua ancha y fuerte, acudieron juntos al peligro. Bebían al amanecer en la laguna de todos, una charca grande que se secaba durante buena parte del año. Pegado a la tierra, Hombre Quieto vio a un potrillo alejándose, pisando charcos del chaparrón que lo había empapado. La yegua, la madre, sin  el yugo de bronce que desde el Bronce arrastran los equinos, pidió ayuda con su mirada y algún gesto al caballo con cara de hombre, para rescatar al potrillo, aislado al otro lado de la charca. De la luz, ocultos en el instante previo al amanecer, dos pumas dieron el paso que les faltaba para hacerse visibles. Los equinos trotaron acelerando hasta un galope sin retorno. La probabilidad de morir era muy alta. El instinto quedó anulado por el número gigantesco de probabilidades. Los pumas, extrañamente, se quedaron quietos. De pronto, ante los caballos, la tierra se abrió y cayeron en una fosa, una trampa para cazar, olvidada. Los felinos, en el filo del foso, indiferentes, rodearon la trampa y se acercaron al potrillo. Antes de que saltaran al cuello y a las patas –con una mirada se habían repartido el trabajo–, Hombre Quieto tensó el arco y lanzó cuatro flechas. Los pumas muertos, el potrillo capturado. La revolución llegó, con la transformación económica, aunque no fue suficiente para defenderse del hombre blanco de habla inglesa, decidido desde su declaración de independencia a exterminar a los nativos: “El mejor indio es el muerto”.

Todavía era un potro vigoroso y espléndido cuando llegó el día. Hombre Quieto se encaramó a su grupa. Lo aceptó por amistad. Aprendieron juntos a cabalgar. Juntos atraparon a los  caballos jóvenes que se entrenaban imprudentemente, propio de la edad, confiados en su vigor, que se fortalecían jugando. Claudicaron por persuasión y dominio, como su nación en las reservas. Los caballos lo cambiaron todo: la velocidad y las distancias, la huida. Quedaba atrás la caza a pie. Cambió la economía. El mundo se hizo más grande y cercano. No fue suficiente.

En la derrota, naciones enteras caminaron cientos de kilómetros por la nieve, hasta las reservas. Morían de hambre, de frío y de enfermedad. Genocidio blanqueado con películas y libros. Venden épica. Atrás, osario de bisontes. Los caballos, por su parte, ya no van a la guerra.

Poeta y escritor. (Melilla. Tenerife). En 2026 verá la luz “El sueño del Gurugú” que recoge su obra reunida, incluyendo varios de sus títulos galardonados con los Premios Tiflos en las categorías de poesía y narrativa.