La luna había penetrado sigilosa a través de los visillos de la ventana de la biblioteca de la gran casa. Una lámpara de araña permitía, con su luz tenue, el vuelo de miles de partículas en suspensión. Toda la estancia se había sumergido en una quietud extrema, solo el tic-tac de un reloj rompía inexorable y rítmicamente el silencio.
Tic tac, tic tac, tic tac… Una gran librería de roble mostraba un universo cromático de volúmenes con lomos desgastados y materiales diversos. La gran enciclopedia británica ocupaba la parte central de los estantes y sus cubiertas se sucedían con diferentes tonos de grises, gracias a los reflejos de los haces de luz que sobre ellos se proyectaban. En el estante inferior se podía observar un marco de sobremesa con la foto de una pareja de jóvenes: ella con traje de novia estilo “Belle Époque”, y él con traje militar de gala y condecoraciones.
Tic tac, tic tac, tic tac… Frente a la librería, una chimenea emergía de la pared con una estructura de mármoles de líneas clásicas. A sus pies, y junto a una barrera de hierro de protección, se ordenaban distintos utensilios para alimentar y mantener el hogar vivo. Sobre ella, y colgado de la pared, el reloj inglés de péndulo, que seguía martilleando el silencio con su tic-tac.
Tic tac, tic tac, tic tac… Un sólido escritorio se alineaba con la ventana. Su superficie aparecía jalonada de una ingente cantidad de objetos de despacho: plumas y bolígrafos, anotadores y cuartillas de papel, un descolorido portafirmas… Un globo terráqueo se elevaba por encima de todos, mostrando en su parte central las antiguas fronteras de Yugoslavia.
Tic tac, tic tac, tic tac… Una mesita de té, estilo victoriano, estaba situada frente a la chimenea y flanqueada por dos sillones decimonónicos. Sobre la mesa, una jarra de agua a medio llenar, dos vasos de cristal labrado vacíos y un bote cilíndrico con el tapón quitado, que podía encontrarse en el suelo junto a una de las patas.
Tic tac, tic tac, tic tac… En uno de los sillones, una anciana no reflejaba movimiento alguno. El pelo gris claro le caía desordenado y sin brillo sobre su cara cenicienta. Tenía el rostro colgando sobre su pecho y su boca abierta dibujaba una mueca antinatural. Sus manos crispadas se habían quedado fijas alrededor de su cuello. Vestía bata de noche anudada en la cintura, y sobre la vertical de su boca se podían apreciar unos lamparones oscurecidos.
Tic tac, tic tac, tic tac… En el otro sillón, un anciano, con la cabeza totalmente ladeada hacia ella, permanecía con los ojos extraña y desmesuradamente abiertos. Unos labios morados enmarcaban una boca desdentada. Sólo unos pocos y deslucidos mechones de pelo blanco cubrían la parte posterior de su cabeza y sienes. Unas manos de blancura azulada y de largos y huesudos dedos aparecían desplomadas en la dirección del otro sillón.
Tiiic taaac, tiiic taaac, tiiic taaac… En el hogar de la chimenea ya sólo quedaban cenizas, ni siquiera un rescoldo para adivinar el tiempo que llevaba sin vida.
Tampoco la bata de ella ni el batín de él se elevaban y descendían lo más mínimo a la altura del pecho.
Tiiiiic taaaaac… Junto a la mesa y en el suelo, un sobre roto con sello oficial y una apelmazada carta escrita.
Cuando la primera claridad de la mañana se empieza a atisbar por la gran ventana de la biblioteca, se oye el último tic-tac del antiguo reloj inglés de péndulo, colgado en la pared superior de la chimenea y frente a los dos ancianos: tiiiiiic tac.
Escritor con ceguera total, pero en mis libros y textos los sentidos tienen un gran protagonismo, incluido el de la vista. Invito a tocar, a oler, a oír, a saborear y a ver a través de la magia de las palabras.