Apenas parpadeé, y mi sombra, que se reflejaba en el charco, se escabulló a través del agua estancada de la lluvia caída el día anterior. Serpenteó en el líquido amarronado por efecto del barro y desapareció. Confieso que me sorprendió, aunque no lo consideré una gran pérdida en ese momento. Pero como todos los seres humanos, y yo no soy una excepción, pasado el tiempo comencé a añorar su presencia. Porque, desgraciadamente, valoramos lo que tuvimos y no lo que tenemos. Solo la pérdida te revela el verdadero valor de lo perdido.

Ahora me siento huérfana sin su compañía. Sin la presencia de esa silueta opaca que me precedía o me seguía por todas partes. Rememoro sus formas y tamaños con nostalgia: unas veces alargada, esbelta y puntiaguda, como un obelisco; y otras achatada, rechoncha y dispersa, como un borrón de tinta. No me acostumbro a mi soledad; escruto las oquedades y observo atentamente las superficies por si apareciera.

La menosprecié al pasarme la vida a la sombra de otros, sin comprender que la sombra es parte de la luz. Y mi luz no se encendería sin que mi sombra formara parte del reflejo. Se cansaría de que la arrastrase por el asfalto pegada a mis talones, sin ambición, sin orgullo y sin estima. Y decidió probar suerte ella sola con su elasticidad y su versatilidad, sin la rémora de un cuerpo limitado por su propia materia.

No voy a buscarla, la dejaré que explore y se divierta. Y si algún día ella regresa porque también me ha echado de menos, no le pediré a Wendy, como hizo Peter Pan, que la cosa de nuevo a mis pies para que no se escape. No, no lo haré. La invitaré amablemente a que se quede y me acompañe, porque he comprendido que la necesito, que la quiero y que, si reconoces la valía de los demás, ellos también reconocerán la tuya.

Inventora de historias y escritora tardía. Con tres novelas publicadas y algunas otras a punto de ver la luz.